Chocolate

Un cuento de Elena Poniatowska

Si hoy no viene, mañana iré a buscarlo.

- Pero, señora, ¿a dónde? -gruñó Aurelia.

- ¿Recuerda usted que dijo que vivían por Santa Fe?

- Señora, Santa Fe es toda una loma, altísima de grande.

Ni calles tiene, puros baldíos.

-No importa, iré.

Un primer viernes apareció Chocolate, un perro de ese color. Grande, fuerte, pachón, con patas de calcetín blanco y una pecherita también impoluta; sus ojos, continuación de su pelambre, más expresivos que los de Emiliano Zapata. La abuela, que esperaba un taxi en la esquina, lo llamó "perro, perro", y al verlo hurgar en el bote de basura, le ordenó a Aurelia traer una telera.

-¿No me regala a mí también un pan? Soy el dueño del Chocolate - se acercó un pordiosero.

Así se inició un ritual ya no de los viernes, sino de cada día entre las doce y la una de la tarde. Mi abuela salía a la esquina y, al verla, los ojos de Chocolate se volvían líquidos y se acercaba bajando la cabeza para pegar su frente contra las piernas de mi mamá grande. Embestía durante unos minutos hasta que la abuela lo apaciguaba: "Ya, Chocolate; ya, Chocolatito", y entonces movía la cola y ponía su hocico húmedo en su mano enguantada. La abuela le daba su pan. "¿Tienes sed?", le preguntaba, y Aurelia traía leche en una escudilla. También el dueño del Chocolate recibía unas monedas. "Pa' mis cigarritos." "Pa' mi chupe." La conversación no pasaba de: "¿Cómo amaneció hoy el Chocolate?" "Bien", respondía el viejo.

En la esquina de Morena y Gabriel Mancera, la gente se detenía no sólo a ver a la señora de sombrero, zapatos de hebilla y bastón, sino al perro que, al lado del desasimiento del mendigo, resultaba un fuego de artificio. Era tan evidente su deseo de gustar que uno concluía: "Este no es un perro, es un amante". Durante algunos minutos trotaba, se levantaba sobre sus patas traseras y en el momento en que empezaban a flaquear, tomaba vuelo, se impulsaba y las cuatro patas retozaban alto en el aire. ¡Un primer bailarín del ballet ruso jamás habría logrado semejante proeza! La gracia de sus cabriolas atraía la vista de todos; había en ellas picardía y seducción, como si fuera a jugarnos una broma que ya desde antes nos hacía reír. ¡Qué despliegue de agilidad! Era asombroso comprobar que un perro tan robusto tuviera propiedades de duende. A todos divertía con su jaraneo. La curvatura de sus músculos formaba rondas infantiles y hacía creer a su público que la vida es un juego de niños. "Ese can debería estar en un circo." "¿De qué raza es?" "A lo mejor es el diablo", exclamaban. Todo este fantástico despliegue de habilidades era el tributo que Chocolate le rendía a mi abuela.

- ¿El Chocolate no tuvo frío ayer? En la tarde llovió y pensé que... Dígame, ¿se enfrió?

- No - refunfuñaba el viejo.

- ¿Tiene cobija?

- No.

- Aurelia - ordenaba mi abuela, tráigale una cobija.

- De las usadas, ¿verdad?

- No, de las nuevas.

Aurelia iba de mala gana. Protegía los bienes de la abuela como cancerbero.

- ¿Y dónde está su casa? -proseguía la abuela.

- ¿Cuál casa?

- La del Chocolate.

- Pos él vive conmigo.

- Dígame dónde.

- Pos allá por la loma.

- Cuál loma?

- Pos Santa Fe.

- ¡Ah! ¿Y qué le da usted a mediodía?

- Lo que caiga.

- No le entiendo. Mejor que me lo diga el Chocolate. En fin, está gordito, se ve bien.

El viejo mascullaba algo entre dientes; tenía razón la abuela, no se le entendía. 'A lo mejor él era quien no entendía la actitud solícita de la señora grande.

- Esta noche arropa usted muy bien al Chocolate en la cobija.

El viejo ni siquiera parecía verla. La abuela le ordenaba, impaciente:

- Mire usted, pone la cobija doble y envuelve al perro como un taco para que no se destape.

Después mi mamá grande habría de comentarle a Aurelia:

"Qué viejo más limitado, pobre Chocolate. Estaría mucho mejor conmigo”

- ¿Y la escudilla que le regalé la semana pasada para su comida? -le rezongaba Aurelia al mendigo.

Mi abuela era de las que decían con una sonrisa y la altanería de su nariz respingada: "No le hablo a usted, sino al perro"

Veintidós perros, a veces veintisiete y en alguna ocasión treinta, ciento veinte patas, treinta colas acompañaron mi infancia y adolescencia, pero entonces las criadas protestaron y la abuela decidió mandar a algunos al asilo de trescientos cincuenta perros y veinte gatos mancos, tuertos, cojos, tullidos, roñosos, calvos, atemorizados, machucados. "Es sarna", explicaba ella con toda tranquilidad, aunque alguna vez la contagiaron. Aurelia, la recamarera, y Cruz, la cocinera, compraban polvos de azufre amarillo y la abuela los ungía despacio para no humillarlos.

Si tenían uñas de bruja o de vedette de tart largas, me tocaba llevarlos al veterinario a que se las cortara. Eran piedras esas uñas. Volaban como bólidos mortales y el veterinario Appendini usaba unos pesados alicates. "Quítese, niña, no vaya yo a sacarle un ojo", advertía.

En realidad, los perros, sus ojos dos preguntas, fueron mis hermanos menores; yo les llevaba cierta ventaja por ser la nieta, pero no mucha. Los preferidos dormían en la cama de mi abuela, y a mí eso nunca me tocó, salvo cuando iba a morirse y sentía mucho frío. Los perros se movían bajo las cobijas, a veces gemían.

- Por qué, abuela?

- Es que sueñan.

- ¿Qué sueñan?

- Sueñan conmigo. Sueñan que los acaricio.

Mientras la abuela desayunaba acompañada de su jauría, Aurelia, en la planta alta, levantaba del piso los periódicos orinados y trapeaba con agua y creolina. Las cacas en conos de papel periódico iban a dar a la basura para que los pepenadores los abrieran como una caja de chocolates de "Sees". De esa casa encalada y blanca, de sábanas con monograma, sillones y sillas firmadas, cuadros atribuidos a Da Vinci, salía más mierda que de toda la cuadra, quizá de toda la colonia Del Valle.

Alguna vez aventuré "un hot dog", cuando Cruz le preguntó a mi mamá grande por el menú, y no caí en gracia. Salí con mi cola de perra entre las piernas, aunque desde luego de toda la jauría fui la perra más consentida, la cachorrita de hocico húmedo (señal de buena salud) que la abuela llamaba trufa por su tierna frescura.

Cincuenta años después aún oigo sus patas en la escalera; descienden atropellándose, mordiéndose, un relámpago de hienas; los detesto, me horrorizan, los amo, me obsesionan; gruñen, ladran, porque al llamarlos uno por uno, la abuela los electrizaba. "Buenos días, señores perros, buenos días señoritas." "Violeta", "Tosca", "Rigoletto", "Norma", todas las óperas, saltan en torno a su bata celeste disputándose el pan dulce: "Para ti una flauta, Dicky; para ti la concha, Amaranta; tú, el cuerno, Simón; tú, una banderilla, Mimosa; tú, Chango, sólo un bolillo porque le diste tan mala mordida a Brandy que por poco muere.

Cuando se hacían viejos, mamá grande me enviaba al veterinario para que los durmiera. Me tendía un bulto envuelto en una toalla, il faut l'endormir, indicaba, "la muerte es sueño". contradiciendo a Calderón. Sin embargo, para mí, la muerte de un perro es un gran escándalo. Llevé a Blanquita (su mirada me buscaba) y le metieron un fierro en el culo y otro en la boca y el doctor me pidió: "Súbale al switch". (A la Blanquita nunca le tuve simpatía porque hundía su hocico entre su pelaje para abrirle un surco y taladrarlo a mordidas, ta, ta, ta, ta, ta, su labio superior mostraba unos dientes amarillos crueles y largos. Se ensañaba contra sí misma hasta sacarse sangre. Sin embargo, ese día me sentí muy mal.) La perra se encorvó y saltó como una trucha que intenta escapar para caer cadáver sobre la mesa de operación. Al bajar la escalera del consultorio sentí que yo era la que llevaba el fierro en el culo.

El jardín es un camposanto; cada metro cuadrado de tierra cobija a un perro. Almendrita yace bajo el rosal de rosas amarillas, un flamboyán cobija a Robespierre, y así hasta llegar al Duque, al que le tocó un hueledenoche. Los perritos florearon; ya son perritos, como llaman en México a los hocicos de lobo de todos colores que atrapan en el aire a los insectos.

Hacía va tres semanas que día tras día mi mamá grande y el mendigo sostenían el mismo diálogo en la esquina de Morena y Gabriel Mancera. Si la abuela había salido, Chocolate y el viejo aguardaban sentados en el borde de la acera hasta verla bajar del taxi, mostrando los múltiples encajes de su fondo. Ella se apresuraba hacia ellos; el Chocolate corría a su encuentro, el viejo se hacía el desentendido. Si acaso el Chocolate llegaba tarde, también la abuela iba y venía de su casa a la calle.

Pasaron meses, cambiaron las estaciones. La abuela se veía muy bella con su sombrero de paja y su vestido ligero, o su sombrero negro de invierno y su traje negro escotado, la medalla de la Virgen de Guadalupe colgada de su cuello. Los automóviles reducían la velocidad frente a la casa y los conductores la miraban de arriba abajo. Seguro el pordiosero se dio cuenta.

Un día Chocolate no apareció, ni al siguiente. A la semana, la abuela ordenó:

- Mañana iremos temprano a buscarlo.

A las nueve y media, la señora grande, que difícilmente estaba lista antes de las doce, salió a la esquina. "Tasi... tasi... tasiii!", gritaba Aurelia. Nunca pudo pronunciar la equis.

Cuando alguno le hacía la parada, sonreía seductora.

- ¿Está libre?

- Para usted sí, mi reina.

El taxista nos dejó a las tres a medio llano, la abuela, Aurelia y yo. Quizá las conversaciones con el dueño de Chocolate habían ido más allá de preguntar por su salud, porque mi abuela no se arredró al descender del automóvil y un segundo después de cerrar la portezuela empezó a llamar en ese páramo desolado:

-Chocolate, Chocolate.

El sol quemaba los ojos. Bajo su sombrero con voilette, un velo casi invisible que envolvía los rasgos de su cara en un halo de poesía, apoyada en su bastón que termina en forma de silbato para llamar a los taxis, la abuela avanzaba y veía yo cómo el polvo iba cubriendo sus zapatos, sus piernas, el ala de su sombrero.

Preguntó en las escasas viviendas, Aurelia tras de ella.

- ¿Conoce usted a un perro llamado Chocolate?

- ¿El de doña Cata?

- No.

- ¿Tiene dueño, señorita?

(A la abuela le choca que la llamen "señorita".)

- Un viejo, un pordiosero.

- Ah. entonces no.

- El perro es fuerte... ¡Ah!, pero ustedes mismos tienen una perra, ¿cómo se llama?

- Paloma, seño, y acaba de parir. Tuvo doce; mejor no la agarre porque está criando.

La gente le llegaba a la abuela a través de sus perros. Una gente con perro era ya un poco perro, y por lo tanto digna de atención. Esta pareja con su perro crecía ante sus ojos; la mayoría de sus relaciones se establecían a partir de los perros

- ¿Y qué le dan a la Palomita?

- Pos tortillas, huesos.

- ¿Y sus cachorros?

- Los ahogamos. Quedó una pero la Paloma no la quiere, y la verdad…

- La recogeré a mi regreso. Estará mejor conmigo.

La siguiente parada fue en la miscelánea El Apenitas, y desde lo alto de la belleza acalorada de su rostro, la abuela preguntó al dependiente:

- ¿Conoce usted a un perro llamado Chocolate?

- ¡Uy, ese nombre es muy común!

- ¿Ha visto a un perro grande y fuerte que responde al nombre de Chocolate? - insistió mi abuela.

- Todos los grandotes se llaman Chocolate y los chiquitos también Chocolate o Chocolatito.

La abuela repartía billetes de a peso, de a cinco, con su mano enguantada y los perros-gente se le quedaban mirando. Al final, ya desesperada, empezó a gritar desde la miscelánea hacia las calles polvorientas y destrozadas.

- Chocolate, Chocolate, Chocolate!

- Señora, van a venir veinte perros, todos Chocolate, pero ninguno será el suyo.

- Es que es un nombre muy común - repitió Aurelia, harta.

(También yo me sentía fastidiada de que el nombre del perro fuera un impedimento para encontrarlo: "De haberle puesto Nabucodonosor, ya estaría aquí", deduje.) -. Señora, ¿puedo tomar un refresco? Ya no aguanto la sé. ¿Usted no quiere un vaso de agua? Aunque no creo que aquí tengan agua... No, mire, niña -Aurelia me señaló el desierto-, ni a agua llegan porque no se la han entubado… Así que un refresquito.

- Tome usted, Aurelia - condescendió la abuela-; yo no tengo sed.

De pronto, como si algo la iluminara, preguntó

- ¿Y los tubos?

Más que de convicciones, mi familia ha vivido de instinto femenino, que es igual a la Divina Providencia.

- ¿Los tubos? Los tubos están mucho más arriba. Si camina se va a cansar. ¿Por qué no manda mejor a su muchachita?

- miró el tendero en mi dirección.
Airada, la abuela le espetó:

- Puedo caminar perfectamente.

Una vecina ratificó:

- Yo he visto un perro de esas señas, pero los tubos están muy de subida.

Levantó su brazo y al ver su sobaco negro, brillante de sudor, me turbé.

- 'Onde que aquí no hay quien la lleve, doña.

- Yo puedo.

No era cierto. El ascenso fue penoso. Gotas de agua salada resbalaban de su frente a su labio superior. Caminamos como exploradores tanteando el suelo para no venirnos abajo. Las huellas de sus zapatos de tacón cada vez más profundas en el polvo y el agujero redondo de su bastón me dolían. "Algo malo va a sucedernos", pensé. Ahora nos seguían media docena de chiquillos curiosos que señalaban caminos donde encontrar

posibles Chocolates.

Era traviesa mi abuela. Cuando invitaba a comer a Piedita Iturbe de Hohenlohe, aparecía en la mesa una hermosa fuente de cristal cortado y, en el fondo, cuatro ciruelas negras. Como éramos seis, nos quedábamos viendo la compota tratando de adivinar lo que sucedería. Las pasas flotaban, yo sólo me servía la miel y, para disimular, la paseaba en el plato con la cuchara.

En la noche aclaraba: "Es para darle una lección a esa snob" sonreía mi abuela; el bullicio de su travesura a piel de labios.

- Por aquí sé de una familia que tiene un Chocolate.

- No es cierto, seño, pura mentira. Este nomás la quiere tantear.

- Sí es verdá, seño, allá mero viven, allá tras lomita. Yo la llevo. El perro es alto, un perro bien burrote, del color del café aguado.

- Color de frijol -contradijo otro.

- ¿Frijoles aguados o frijoles refritos? -preguntó un tercero.

Los chiquillos, ajenos a su imperio, la cercaban con su actitud burlona que la cansaba mucho más que la búsqueda. Cruzaban frente a ella y su voz reventaba el calor:

- ¿El Chocolate? Yo ayer lo vi. Bajaba rumbo al camposanto. ¿Me da un quinto?

Al séquito se unían perros flacos, uno de ellos amarillo y enteco como el collar de limones secos contra el moquillo que alguna mano compasiva enrolló en torno a su pescuezo. El perro se sentaba sobre sus patas traseras, intentaba rascarse y en el esfuerzo se le iba el alma. Empezó a resollar lastimeramente. La abuela fue hacia él.

- ¡Ni se acerque, señora; se le va a echar encima y la va a morder!

- ¡Está tísico!

- ¡Muerde, ese perro muerde!

- ¡Señora, cuidado!

La abuela levantó el perro en sus brazos y por primera vez los niños guardaron silencio. Le abrió el hocico. Alrededor de sus ojos, lagañas negras endurecidas formaban costras de piedra.

El perro recargó su pobre cara sobre su hombro y yo miré a la gente con orgullo. Sí, es mi abuela, quería decirles, ésa es mi abuela. Basta con que ella vaya hacia ellos con sus brazos tendidos para que los animales se le entreguen. Inmediatamente adivinan sus buenas intenciones.

- ¿De quién es este perro?

- No sabemos.

- No debe venir de lejos porque está demasiado enfermo para caminar. Si no es de nadie, me lo llevaré.

La abuela siempre preguntaba si los perros eran de alguien como si los perros callejeros fueran el más preciado de los bienes.

- ¿No es de nadie? insistía

Un niño aventuró:

- Sí, del gobierno.

- Todos los perros de la calle son del gobierno -enfatizó otro.

Ya para entonces Aurelia, exhausta, porque además tiene una pierna más corta que la otra, buscaba otro tendajón. Lo vio y ya sin permiso pidió una Chaparrita, como ella, y le preguntó al dependiente:

- Usted, de casualidad, ¿no sabe de un perro café que anda con un barrendero o un pordiosero, sepa Dios qué será ese hombre?

- Pos no, pero puede que doña Matilde sepa, porque ella les vende comida a los pepenadores.

- ¿Y dónde está la señora Matilde?

- Pos aquí a la vuelta.

- ¿Tras lomita? -preguntó desconfiada Aurelia-. Es que llevamos dos horas buscando al condenado animal.

Doña Matilde parecía una olla de barro. Con razón daba de comer.

- Don Loreto tiene un perrito de esas señas.

- Y dónde vive?

- ¿Cómo? -rió Matilde.

- Sí, ¿cuál es su casa?

- ¿Cuál casa? ¿Qué casa va a alcanzar don Loretito? Vive en uno de esos tubos grandotes del drenaje que dejaron tirados en el llano.

Por fin, al vislumbrar lo que creyó ser un tubo y ante la posibilidad de encontrar al Chocolate, la abuela se desembarazó del Amarillo en la última miscelánea:

- ¿Podemos dejárselo un momento mientras vamos a los tubos? -señaló al Amarillo.

- Sí, cómo no, lo que se les ofrezca. Al cabo que aquí el perro no se mueve, anda mal.

Los tubos habían quedado en la cima de la montaña. Los niños también gritaban sin hacer caso de las órdenes de la abuela: "¡Cállense, niños; váyanse, niños!", y ahora caminábamos en medio de una aridez violenta que hacía que los ojos ardieran; ya ni siquiera había chozas de cartón con techos de asbestolit; la abuela, a pesar de su fortaleza física, tomaba aire con su nariz afilada igualita a la de Beatriz d'Este y miraba hacia el desbarrancadero. De nuevo emprendía la escalada y su cuerpo parecía ser su voluntad. Ya cerca de los tubos empezó a gritar con la voz agrietada por la sequedad y la esperanza:

- Chocolate, Chocolate, Chocolate.

No sé de dónde le salió tanta voz.

Nada se movió. Los niños corrieron hacia la acrópolis convertida en tubos. La voz cada vez más ajada los guiaba: "Chocolate, Chocolate". Un único fresno joven y escuálido crecía en la cima.

- Antes había muchos encinos pero los cortaron porque en Santa Fe van a poner un Seguro Social.

Aurelia de plano renqueaba. Ya no había miscelánea; tendría que esperar para tomarse el tercer refresco. Todo esto le parecía largo e inútil. Arriba nos desafiaban aros de concreto tan grandes que a través de ellos podía verse el cielo; de entre los tubos surgió el perro café. Inmediatamente nos reconoció y vino hacia la abuela con la donosura de la esquina de Morena y Gabriel Mancera. Esta lo tomó entre sus brazos a pesar de lo grande, y se dispuso a bajar la cuesta con su trofeo.

- Camina tú mejor, Chocolatito; nos vamos a casa.

Pero el Chocolate no dio un paso, se limitó a mover la cola desaforadamente,

- Mire usted, señora, está llorando. Vente, Chocolatito, anda -intervino Aurelia.

El perro lloró ladridos.

- ¿Qué te pasa? - se exasperó la abuela-. Vámonos.

- Está engreído con su dueño --protestó Aurelia.

La abuela recordó al viejo y volvió los ojos hacia los gigantescos túneles abandonados.

- Hay que pedírselo al pordiosero -indicó Aurelia.

Me armé de valor para entrar en uno de ellos y a los cinco pasos vi en su interior una forma acuclillada, un montón de trapos y periódicos, un cúmulo de miseria, coronado por un sombrero de fieltro. El tubo apestaba a orines y excrementos, pero seguí avanzando, el corazón latiéndome con fuerza.

Dentro del tubo, mi voz resonó con un gran eco:

- Hemos venido por el Chocolate.

Salí a gatas y encontré a mi mamá grande, más roja que un camarón, los ojos clavados en el túnel de concreto.

Me lanzó una de sus miradas bálsamo y nos quedamos una frente a otra, agradecidas. Aurelia nos espiaba con sus ojos de lince.

- Vente, Chocolate, vámonos.

El perro de nuestras penurias no dio señal de entendimiento, no ladró ni movió la cola. Sólo cuando la abuela dijo "Chocolate" en tono lastimero, pareció dudar.

No sé cómo entendió mi abuela que el Chocolate no se iría sin su amo, porque un minuto después ordenó al montón de trapos que parpadeaba bajo el sol:

- Véngase, venga usted también.

El viejo tardó mucho en reaccionar; entretanto, la abuela perdió su voz de mando y su tono se hizo solícito, apremiante.

Los papeles habían cambiado; ahora era el viejo el que tenía algo que dar y se había hecho inaccesible. Parecía que hubiera colgado un letrero encima del cascarón del tubo: "No molestar" El Chocolate no puede quedarse aquí, compréndalo, va a morirse -alegaba.

Fragmentos de frases, palabras sueltas: "no hay que ser egoísta", "dele una oportunidad a su perro". "¿qué tiene usted que ofrecerle?", resonaban en mis oídos.

Por toda respuesta el viejo se levantó y empezó a meter mano

dentro de sus tiliches. "Espere a que recoja mis cosas”

- ¿Qué cosas? Yo no veo más que porquería.

(A la abuela la rodeaba un montón de gente desarrapada y silenciosa.)

En silencio también, bajamos la cuesta, pero la abuela puntual se detuvo frente al tendajón y gritó para que la oyeran adentro:

- Vengo por el Amarillo.

También recogimos a la cachorrita roñosa y malquerida en la miscelánea; ya para llegar a la carretera, un taxi apareció en medio del polvo.

Al verlo, con un súbito vigor, el viejo se enderezó y con más vigor aún se sentó al lado del chofer. La abuela cubrió a Chocolate con su capa, acomodó a la perrita en el suelo y Aurelia y yo nos empequeñecimos a pesar de que el Amarillo ocupaba cada vez menos espacio.

Es así como me hice a los dieciséis años de un nuevo abuelo. Como jamás conocí al mío, habría podido serlo, aunque no jugara golf ni bridge ni se vistiera en Harrods de Londres, ni hiciera cuentas desoladas porque había perdido sus haciendas.

Aurelia y Cruz los bañaron. El Chocolate no costó trabajo, la hija de la Paloma tampoco, el Amarillo se fue limpio al cielo de los perros. Al viejo lo metieron a la tina a remojar. Después hubo que vestirlo, y la abuela proporcionó las camisas de su difunto marido, los cuellos duros de Doucet Jeune et Fils, la camisa mil rayas, el saco de tweed, el pantalón de casimir gris óxford, las mancuernillas de Ortega, la corbata de seda de Cifonelli. Todo le quedó pintado. Nunca imaginamos que fuera así de alto, él, que siempre andaba encorvado. Su pescuezo delgado escapaba del cuello y la corbata le fluía como un arroyo.

Se dejó vestir sin pestañear.

- Lo único que ha pedido son unos cigarros que se llaman Faritos y se compran tras de Catedral - advirtió mi mamá grande.

Fui por los Faritos. El viejo los fumaba después de comer, meciéndose bajo el sabino que daba mejor sombra. Se veía más contento que Chocolate, víctima de la envidia de los otros.

Al pobre cuerpo llagado del Amarillo lo cargué para enterrarlo.

Mi abuela fue una joven viuda de velos negros y profundo escote blanco. Tomó muchos trenes y descendió en Karlsbad, en Marienbad, en Vichy, en Termoli, para la cura de aguas. Viajaba con sus propias sábanas y su samovar. Le decían "la madonna de los sleepings". Ya cuando no pudo ser pasajera volvió a casarse, muy tarde, al cuarto para las doce. Un mediodía confirmó

- Créeme, está una mucho mejor sola.

A partir de entonces se aficionó a los perros.

Mamá también los amó. Para mí, la de la tercera generación, el amor es un perro que mueve la cola y viene a darme la bienvenida.

Ser perro tiene sus ventajas y lo he comprobado en infinidad de ocasiones. A mi abuela le inspiré confianza porque tengo ojos de perro fiel. Fui la Tití, la Cucú, la Didí, la Rorra, la Nenita, la Nenuchka, la Chiquitita, la Petite Fleur, la que hace caquitas de chivo redondas que caen ploc, ploc, ploc, en el agua transparente del excusado, la que canta al subir la escalera, la Rayito de Sol. Decía que mi nariz era de perro sano y siempre tuve la frente y las nalgas frescas. Ella permitía que la lamieran, aunque reía y escondía su boca si intentaban besarla, pero a mí me gustó que me besaran sobre todo los gatos por su lengua rasposita. ¡Ah, el color de la lengua gatuna, rosa, concha de mar, íntima!

Ser perro también me ayudó a asumir a los hombres tal y como son, en toda su galanura, en toda su desventura, sin tenerles asco; los perros me enseñaron a aceptar sus humores, su mierda, sus colmillos encajados a traición. Los tomé en brazos como mi abuela y a los que no amé les he pedido perdón.

Aún veo a Chocolate bailar frente a mi abuela como ningún hombre lo hizo jamás frente a mí, salvo uno que un día saltó la reja de mi casa y logró que mi voluntad oscilara entre él y el danzante callejero que un día llenó la calle con las mil patas de su seducción.

Dicen que la infancia y la adolescencia regresan cuando uno va a morir. Recuerdo ahora con frecuencia mis años perros, mis días perros, mi paraíso perruno oloroso a carne de caballo hervida en peroles para el rancho del mediodía. Rememoro también un rito nocturno que siempre me alteró porque, ya desnuda, a la luz de una lámpara diminuta, mi abuela hacía girar su camisón y buscaba detenidamente. no sólo sobre su cuerpo sino en los pliegues y olanes de la seda, al temible enemigo: la pulga. Esa inspección podía durar media hora. O más. En la oscuridad, la blancura de su cuerpo enceguecía, pero no tanto como para que yo no descubriera sus senos de pura leche, sus muslos, dos hostias que levantaba en la penumbra, sus brazos de concha nácar y sus manos que hurgaban al acecho del diminuto insecto. Era mi doña Blanca, y aunque no sabía aún lo que significaba, yo era su Jicotillo. Desde entonces nunca he podido oír la ronda infantil sin pensar en los pilares que debí haber abatido para llegar hasta ella, y añoro a la pulga, casi invisible, que podía brincar de un instante a otro hasta el techo o venir a caer sobre el triángulo negro de mi propio sexo en cuyo bosque frondoso no la hallaría yo jamás.

Aunque no he vuelto a encontrar a alguien o a algo que sustituya esa turbación nocturna en la que la abuela me inició sin saberlo, una sola tarde creí que se repetiría el ritual incitante y misterioso cuando un amante me dijo: "Pareces pulga".

Desde que mi abuela murió no ha vuelto a picarme pulga alguna, pero colecciono pulgas vestidas en recuerdo de esa mujer blanca con un puntito negro que le chupaba la sangre y que yo amé con toda la fuerza de mis dieciséis años. Me hizo descubrir una sensualidad que el Marqués de Sade habría incluido en alguno de sus tratados de la virtud.

Cuento incluído en el libro Llorar en la sopa